El
octavo día
Al director belga Jaco van Dormael le atraía desde hace años el mundo distinto de los mongólicos. Una vez encontró a un grupo de teatro, formado por gentes del síndrome Down. Los vio. Los contempló con asombro, al principio, y con admiración, después. Le causó impresión el plus de ternura que demostraban aquellas personas. Y la espontaneidad con que volcaban sobre el escenario estos sentimientos. Y se dijo a sí mismo que para qué buscar otros actores el día en que se pusiera a hacer cine. Para lo cual -para hacer cine- se sacó de la manga la historia de Toto el héroe, de la que fue protagonista el mongólico Pascal Duquenne: un muchacho muy consciente de sus limitaciones, de sus posibilidades y de su manera de explicar su propia naturaleza de mongólico. Lo veía uno y hablaba con él en la rueda de prensa que se dio antes del estreno en Madrid de este El octavo día y te quedabas estupefacto. Razonaba su trabajo en el film, lo comparaba con el de Auteuil, recordaba momentos importantes del film y acababa por convencerte de que se estaba moviendo en el mundo del cine como pez en el agua: con un sentido del humor -además- literalmente prodigioso.
El octavo día es aquel día en que Dios, tras haber programado el mundo, se dio cuenta de que necesitaba un día más para meter en él la presencia de estas gentes diferentes. Gentes como ese Georges que ha sido arrumbado a un colegio especial donde, por no recibir nada, ni siquiera recibe la visita de su hermana, de su cuñado, de los sobrinos. Pudo haberlo visitado la madre. Lo visitaba de hecho cuando vivía. Pero la madre ha muerto ya, aunque Georges hable prodigiosamente con ella y sostenga con ella una relación que sólo a personas de la ternura de un mongólico se le puede despertar. Le canta misteriosamente a la madre. Se la canta con la voz y la presencia -un poco abusiva, ésa es la verdad- de un Luis Mariano que le interpreta aquello del mayor amor del mundo es el que se tiene a una madre.
Pero este Georges marginado en el colegio especial rompe un día la clausura de la casa y se lanza a la carretera sin rumbo fijo. Llueve horrorosamente. Y ése es el momento en que Georges tropieza con un individuo extraño a sí mismo, abatido por el trabajo, cansado de no servir para otra cosa, perdedor de una familia -mujer, hijas- que, evidentemente, no ha sabido conservar ni promocionar, pero que -curiosamente- será Georges quien acabe por reconquistársela. El encuentro de Georges y Harry -el administrativo convertido en máquina y sin sentimientos humanos que llevarse a la boca- va a ser la sustancia fundamental de la película.
No digamos que los episodios le funcionan siempre de manera infalible a Jaco van Dormael. Digamos más bien que hay momentos en que todo este mundo problemático y peligroso se le escapa de las manos y lo conduce al melodrama ligeramente simplón e impositivo. Lo importante es que, mientras ves la película, te das cuenta de que Jaco van Dormael cree en ella. Y de que, por esta fe que pone en lo que está contando, ni siquiera le importa exponerse a riesgos como los que ahora mismo señalábamos: exceso en las transparencias, exceso en la explosión de los sentimientos, exceso en la ordenación de algunas secuencias que, con un poco más de rigor, habrían dejado la película como un perfecto y emocional organismo. Aun a sí, El octavo día es película que merece una especial consideración. Porque, por encima de sus evidentes defectos, contiene momentos casi sublimes y enseñanzas humanas dignas de ser tenidas en cuenta. Que el cine también es escuela de costumbres, como el teatro y como la historia. Por otro lado, la interpretación de Duquenne -el mongólico- y de Auteuil -siempre sensible y emocionante- es literalmente admirable. De ese encuentro ante la cámara, los dos han salido beneficiados.
Eduardo T. Gil de Muro